Fueron juntos los 12 (para más “inri”) al primer Pleno de la
legislatura. Rostros serios, caras de circunstancias como requería el acto. Se
miraban unos a otros sin hablar, como presintiendo que algo iba a suceder que
se les escapaba de las manos, de su entendimiento.
Tomó la palabra y todos lo miraron. Lo dijo de sopetón, sin
rodeos ni disimulos: “Uno de los aquí presentes me va a traicionar”.
Un escalofrío recorrió de arriba abajo el cuerpo de los que
le escucharon. Se miraron como pretendiendo ver en los otros al felón. Nadie
dijo nada.
“Hoy, alguien me traicionará”, volvió a decir con la misma
intensidad.
Durante el Pleno no hacían más que darle vueltas al asunto:
¿Quién? ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene?... Preguntas sin respuestas.
Un beso, una caricia, actos sensuales que repite la historia
contradiciendo la teoría hegeliana del discurrir continuo de la vida, de los
hechos sin vuelta atrás. Más castizo es lo que está en la otra orilla: “Nunca
digas de este agua no beberé”.
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